¿Para qué se convocan elecciones en Irán? | Internacional

Irán vuelve a las urnas el 1 de marzo. Como cada cuatro años, las autoridades organizan unas nuevas elecciones legislativas ante la creciente apatía de los ciudadanos. Pocos creen en unos comicios que no ofrecen verdadera alternativa. Ni siquiera la coincidencia con la renovación de la Asamblea de Expertos, un cónclave que durante sus ocho años de mandato es probable que tenga que elegir un nuevo líder supremo (el actual, el ayatolá Alí Jameneí, tiene 84 años), constituye un incentivo para revertir la abstención que desató el aplastamiento del movimiento reformista a partir de 2009.

Esa fecha marcó un antes y un después en la República Islámica. Muchos iraníes consideraron fraudulenta la reelección del presidente Mahmud Ahmadineyad ante un candidato, Hosein Musaví, mucho más popular entre los jóvenes. Pero el freno a las aspiraciones de reforma de las generaciones que no vivieron la revolución de 1979 se inició varios años antes. Fue durante el Gobierno de Mohamed Jatamí, cuyos tímidos gestos de apertura neutralizaron el verdadero poder de Irán: la alianza entre el líder supremo y los militares de la Guardia Revolucionaria.

Durante las casi tres décadas que cubrí las diferentes elecciones iraníes (presidenciales, legislativas, municipales) fui testigo de una gradual desilusión de los ciudadanos con un proceso que no solo ignora sus deseos de cambio, sino que ya ni siquiera les ofrece opciones. El sistema se encarga de limitar cualquier posibilidad que no se ajuste a los parámetros del poder a través de una serie de instituciones paralelas como el Consejo de Guardianes, que tiene derecho de veto sobre los candidatos y también sobre las leyes que eventualmente apruebe el Parlamento (Majles). Así, su “democracia islámica” se queda en una mera carcasa vacía de contenido.

No se trata solo de que entre los requisitos exigidos a los aspirantes a diputados se incluya ser musulmán practicante (excepto para los cinco escaños reservados a las minorías religiosas) o apoyar la República Islámica. El tribunal que constituyen los 12 juristas del Consejo de Guardianes (la mitad de ellos religiosos, designados por el líder supremo) decide de forma discrecional su idoneidad ideológica y moral.

Valga Teherán como ejemplo. La provincia que alberga la capital iraní, una conurbación de 15 millones de habitantes, elige 30 diputados. A los portavoces oficiales se les llena la boca anunciando que se presentan casi 3.900 candidatos, tres veces más que en 2020. Pero esa sobreabundancia de nombres está muy lejos de ofrecer verdaderas alternativas. La mayoría de los aspirantes reformistas y moderados han sido vetados. De hecho, el expresidente Hasan Rohaní, poco sospechoso de antisistema aunque menos dogmático que los actuales gobernantes, no ha podido formar una lista completa con los miembros aprobados de su grupo político (no hay verdaderos partidos en Irán). Mientras, el Frente de la Reforma, que agrupa a una veintena de organizaciones reformistas, ni siquiera concurrirá y ha denunciado que la convocatoria no es “ni competitiva, ni libre, ni justa”.

Los ultras, que han controlado el Parlamento durante las dos últimas décadas y que ocupaban 232 escaños (de un total de 290) en la Cámara saliente, no quieren arriesgarse a perder una brizna de poder. Sin embargo, las protestas que se han sucedido en los últimos años han dejado claro el descontento de una considerable parte de la población, sean mujeres, jóvenes, trabajadores precarios o desempleados. Ni siquiera en la Asamblea de Expertos, un feudo de natural más conservador por su carácter religioso, las tienen todas consigo. El Consejo de Guardianes ha vetado a Rohaní, que aspiraba a ser reelegido. Y el actual presidente iraní, el ultraconservador Ebrahim Raisí, ha evitado presentarse por Teherán y ha optado por un pequeño distrito rural en el que ha quedado como único candidato tras la retirada de un posible rival y la descalificación del resto.

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¿Por qué convocan elecciones entonces? ¿Para qué mantener la ficción? Los gobernantes de la República Islámica siguen buscando legitimidad en el voto como fruto de la doble naturaleza, republicana y teocrática, de su régimen. Pero el proyecto político, que en 1979 era una novedosa propuesta frente a la tiranía del shah, se ha convertido 45 años después en otra forma de despotismo. Así lo entienden los iraníes. Apenas un 30% de los potenciales electores tiene intención de votar, según datos del Ministerio del Interior. Si se confirma, será el peor resultado de su historia.

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